8.
EL FIN DEL PERIODO POSTERIOR.
Y ese era el nuevo infierno de YooChun:
que hubiera cambiado todo y al mismo tiempo nada.
Estaba de vuelta en Eretz, no
muerto ni encarcelado, y seguía siendo un soldado de los Ilegítimos y un héroe
de la guerra contra las quimeras: el célebre Terror de las Bestias. Era absurdo
que se encontrara de nuevo en su antigua vida como si fuera la misma criatura
que antes de que un muchacho de pelo azul se cruzara con él en una estrecha
calle de otro mundo.
No lo era. Ignoraba qué tipo de
ser era ahora. La venganza que lo había sostenido todos aquellos años había
desaparecido, y en su lugar quedaba una extensión de ceniza tan vasta como
Loramendi: dolor y vergüenza, ese infortunio persistente y, en los extremos,
una sensación indeterminada de… algo imperioso. De propósito.
Pero ¿qué propósito?
Nunca había hecho planes para
cuando llegara este momento. «La paz», eso era lo que se estaba festejando en
el Imperio, pero YooChun solo podía pensar en ella como en un período posterior.
En su mente, el final había sido siempre la caída de Loramendi y vengarse de
los monstruos cuyas salvajes ovaciones habían acompañado la muerte de Max.
Apenas había pensado en lo que vendría después. Seguramente había asumido que
estaría muerto, como muchos otros soldados, pero ahora comprendía que la muerte
resultaría algo demasiado sencillo.
Vive
en el mundo que has creado,
pensaba al levantarse cada mañana. No mereces descansar.
El período posterior era
horrible. Cada día se veía forzado a dar testimonio de ello: caravanas de
esclavos trasladándose de un lado a otro, armazones quemados de templos
derruidos y profanados, aldeas arrasadas y tabernas abandonadas, persistentes
columnas de humo elevándose en la distancia.
YooChun había puesto todo
aquello en marcha, pero aunque su deseo de venganza hacía tiempo que había
desaparecido, el del emperador no. Las Tierras Libres habían sido aplastadas
—un logro facilitado por el lamentable hecho de que innumerables miles de
quimeras habían huido a Loramendi en busca de seguridad, solo para arder vivos
en su caída— y había comenzado la expansión del Imperio.
La populosa zona septentrional
de los territorios quiméricos era únicamente la cima de un gran continente
salvaje, y aunque el grueso de los ejércitos de Joram había regresado a casa,
había patrullas que seguían adelante, avanzando como la sombra de la muerte
cada vez más al sur, arrasando aldeas, incendiando campos, esclavizando, dejando
tras de sí cadáveres. Todo aquello podría ser obra del emperador, pero YooChun
lo había hecho posible, y lo observaba con mirada sombría, preguntándose cuánto
había visto ChangMin antes de morir, y cuán profundo había llegado a ser su
odio.
Si estuviera vivo, pensó, sería
incapaz de mirarlo de nuevo a los ojos.
Si estuviera vivo.
Su alma seguía allí, pero
gracias a YooChun, el resucitador estaba muerto. En uno de sus momentos de
mayor desolación, la ironía lo empujó a reír y fue incapaz de parar; sus
carcajadas, antes de reducirse finalmente a sollozos, estaban tan alejadas de
la alegría que podrían haberse considerado el reverso forzado de la risa —como
un alma vuelta del revés para revelar su lado más crudo—.
Cuando
sucedió aquello estaba en las cuevas de los kirin, y nadie lo escuchó.
Había
vuelto para recuperar el turíbulo, que había dejado escondido allí. Tras un día
de viaje, se sentó junto al recipiente y trató de imaginar que era ChangMin,
pero al reposar la mano sobre la plata helada, no sintió nada, y lo inundó un
vacío tan profundo que se permitió tener la esperanza de que dentro no
encontraría el alma de ChangMin —no podía ser—. Si fuera la suya, lo sentiría;
lo sabría. Así que atravesó de nuevo el portal hacia el mundo de los humanos,
realizó todo el viaje hasta Praga, donde miró a través de la ventana de ChangMin
como ya había hecho otra vez, y vio… dos figuras durmiendo, entrelazadas.
Su esperanza fue como una
ráfaga de aire helado —que duele—, e igual de afilados y repentinos fueron sus
celos. En un instante sintió calor y frío, y cerró los puños con tanta fuerza
que le ardieron. Un estallido de adrenalina recorrió su cuerpo y lo dejó temblando,
pero no era él. No era él, y durante el fugaz destello de un instante, sintió
alivio. Seguido de una aplastante desilusión y aversión hacia sí mismo por la
reacción que había tenido.
Esperó a que los amigos de ChangMin
se despertaran. Porque eran ellos: el músico y el muchachito cuyos ojos
competían en ferocidad con los de JaeJoong. Los vigiló durante todo el día,
esperando que ChangMin apareciera en cada esquina, pero no fue así. Él no
estaba allí, y hubo un momento en el que su amigo permaneció inmóvil largo
rato, escudriñando a la multitud sobre el puente, los tejados, incluso el cielo
—aquella mirada escrutadora le indicó a YooChun que él tampoco sabía nada—.
En Eretz no se escuchaban
susurros ni atisbos de rumores que insinuaran su presencia; no había nada
excepto el turíbulo con su singular y terrible explicación.
Durante un mes, YooChun dejó
que la vida lo arrastrara. Cumplió con sus obligaciones, patrullando el extremo
noroeste de las antiguas Tierras Libres con su abrupto litoral y sus amplios
montes de escasa altitud. Los acantilados y las cumbres estaban salpicados de
fortalezas. Muchas de ellas, como en la que se encontraba en ese momento,
habían sido excavadas en grietas verticales de la roca para protegerlas de los
asaltos aéreos, pero al final había dado lo mismo. El cabo Armasin se había
convertido en escenario de una de las batallas más encarnizadas de la guerra
—con una asombrosa cantidad de bajas en ambos bandos—, pero había caído. Los
esclavos trabajaban ahora en la reconstrucción de los muros de la plaza fuerte,
siempre cerca de los amos, que blandían sus látigos, y YooChun se encontró
observándolos, con todos los músculos del cuerpo tensos como alambres.
Él había provocado aquello.
En
ocasiones, era lo único que podía hacer para evitar que el grito que
atormentaba su mente encontrara el camino hacia el exterior, para enmascarar su
desesperación en presencia de parientes y compañeros. Otras veces lograba
distraerse: entrenando, desarrollando su secreta afición a la magia; o con
compañía, tratando de ganarse el perdón de JunSu y JaeJoong.
Y podría haber continuado de
ese modo durante algún tiempo si el final del… período posterior… no hubiera
llegado al Imperio.
Sucedió de la noche a la
mañana, y provocó en el emperador una cólera tan huracanada, una ira tan
espeluznante y nefasta como para empujar las tormentas de vuelta al mar y
arrancar los brotes de los árboles de sycorax, que derramaron sus flores,
similares a alas de polilla aún cerradas, en los jardines de Astrae.
En el gran corazón salvaje del
territorio que, día tras día, caía presa del vacilante ataque de las caravanas
de esclavos y las masacres, alguien empezó a matar ángeles.
Y quienquiera que fuera lo hacía muy, muy bien.