domingo, 9 de marzo de 2014

Días de Sangre y Resplandor Cap 12

12.
ESTOY PERFECTAMENTE.

De: ChangMin <Changminazul@chicodeacaparaalla.com>

Asunto: Aún no estoy muerto.

Para: KyuHyun <hadarabioso@agitasudiminutopuño.net>

Aún no estoy muerto. («¡No quiero ir en ese carro!»).

¿Que dónde estoy y haciendo qué?

Mejor ni lo preguntes.

¿Un tío raro, dices?

Ni te lo imaginas.

Soy un sacerdote de un castillo de arena  en una tierra de polvo y luz de estrellas.

Trata de no preocuparte.

Te añoro más de lo que podría decir.

Un beso para Siwon.


P. D.: «Estoy perfectamente… Estoy perfectamente…».

Días de Sangre y Resplandor Cap 11

11.
EL INDESCIFRABLE PORQUÉ.

Un fantasma, dijo el presentador del noticiario.

En un primer momento, las evidencias de que alguien había entrado habían sido demasiado escasas como para tomarlas en serio y, por supuesto, estaba la cuestión de que resultaba imposible. Nadie podía burlar el avanzadísimo sistema de seguridad de los principales museos del mundo sin dejar rastro. Lo único con lo que contaban era la punzada de malestar en la columna vertebral de los comisarios de las exposiciones, su escalofriante e incuestionable sensación de que alguien había estado allí.

Pero no habían robado nada. No se echó nada en falta.

Que ellos supieran.

Fue el Museo de Ciencias Naturales de Chicago el que halló una prueba del intruso. Al principio, era solo una mancha en las grabaciones de seguridad: un incipiente reguero de sombra en el borde de la imagen, y luego, durante un instante —un traspiés que la dejó claramente encuadrada—, un muchacho.

El fantasma era un muchacho.

Tenía el rostro girado en dirección contraria a la cámara. Se insinuaba un pómulo alto; tenía el cuello largo y el pelo oculto bajo una gorra. Un paso y había desaparecido de nuevo, pero bastaba. Era real. Había estado allí —en el ala de África, para ser exactos—, de modo que la recorrieron centímetro a centímetro y descubrieron que faltaba algo.

Y no solo en el Museo de Ciencias Naturales. Ahora que sabían lo que debían buscar, otros museos de Historia Natural revisaron sus exposiciones, y muchos descubrieron desapariciones similares, anteriormente inadvertidas.

El muchacho había sido cuidadoso. Ninguno de los robos era fácil de detectar; había que saber dónde mirar.

Había asaltado al menos una docena de museos en tres continentes.

 Imposible o no, no había dejado ninguna huella, ni activado una sola alarma.

En cuanto a lo que había robado…, el cómo quedó rápidamente ahogado por el indescifrable porqué.

¿Con qué posible fin?

De Chicago a Nueva York, de Londres a Pekín, de los dioramas de vida animal de los museos, de las fauces congeladas en un gruñido de leones y perros salvajes, de las mandíbulas de dragones de Komodo, pitones reales y lobos árticos disecados, el muchacho, el fantasma… estaba robando dientes.

jueves, 27 de febrero de 2014

Días de Sangre y Resplandor Cap 10

10.
LA COLMENA.

-Sabían que veníamos.

Ocho serafines contemplaban la aldea vacía. Por todas partes había evidencias de una partida apresurada: puertas abiertas, humo en las chimeneas, un saco olvidado en el lugar en el que había caído desde la parte trasera de algún carro y el grano que contenía derramado. El ángel Bethena regresó de nuevo hacia la cuna que había junto a unos peldaños para atravesar la cerca. Estaba tallada y pulida, mucho, y pudo ver en los lados huecos desgastados con forma de dedos de mecerla durante incontables generaciones. Y de cantar, pensó, como si también pudiera imaginar aquello; durante un brevísimo instante sintió la angustiada indecisión de la madre bestia al admitir, en aquel preciso lugar, que la cuna era demasiado pesada para cargarla mientras huían de su hogar.

—Por supuesto que lo sabían —dijo otro soldado—. Venimos a por todos ellos —pronunció aquella frase como si fuera ley, como si los extremos de sus palabras pudieran alcanzar la luz del sol y brillar.

Bethena le lanzó una mirada cansada, muy cansada. ¿Cómo podía mostrarse vehemente con aquello? La guerra era una cosa, pero esto… Estas quimeras eran criaturas que simplemente cultivaban alimentos y los consumían, mecían a sus hijos en cunas desgastadas, y probablemente nunca hubieran derramado una sola gota de sangre. No se parecían en nada a los soldados resucitados a los que los ángeles se habían enfrentado toda su vida —toda su historia—, los agresivos y brutales monstruos que podían cortarlos por la mitad de un solo tajo, hacerlos tambalear con la fuerza de sus ojos de diablo tatuados, desgarrarles la garganta con los dientes. Esto era diferente. La guerra nunca había penetrado hasta allí; el caudillo la había mantenido confinada en los límites del territorio. En la mitad de los casos, estas aldeas diseminadas de granjeros ni siquiera disponían de milicia, y cuando la tenían, su resistencia era muy pobre.

Las quimeras estaban perdidas —Loramendi marcó su final. El caudillo había muerto y el resucitador también. Los resucitados ya no existían.

—¿Por qué no los dejamos escapar? —sugirió Bethena, contemplando aquel agradable territorio verde con vagas colinas tan difuminadas como pinceladas.

Varios de sus compañeros se rieron, como si hubiera sido una broma. Ella permitió que pensaran eso, aunque su esfuerzo por sonreír no tuvo éxito. Sentía el rostro rígido, la sangre lenta en las venas. Por supuesto, no podían dejarlos marchar. La orden del emperador era que el territorio quedara limpio de bestias. Colmenas, fue como llamó a las aldeas. Plagas.
Unas colmenas inofensivas, pensó Bethena. Aldea tras granja, los conquistadores aún no habían sufrido ni un solo picotazo. Era un trabajo fácil. Terriblemente fácil.

—Entonces, acabemos con esto —dijo ella con el rostro rígido, con el corazón de piedra—. No pueden haber llegado muy lejos.

Resultaba sencillo rastrear a los aldeanos, su ganado había ido dejando boñigas frescas a lo largo del camino sur. Por supuesto, estarían huyendo hacia las Tierras Postreras, pero no habían recorrido mucha distancia. A menos de cinco kilómetros, el camino pasaba bajo el arco de un acueducto. Era una construcción con tres hileras de arcos superpuestas, monumentales y en parte derruidas, de modo que las piedras caídas ocultaban el pasadizo. Desde el cielo, el camino que seguía adelante aparecía claramente marcado, descendiendo serpenteante hacia un estrecho valle que parecía una raya en una melena verde, con el denso bosque a ambos lados. El rastro de las bestias —estiércol, polvo y huellas— no continuaba.

—Están escondidos bajo el acueducto —anunció Hallam, el de la vehemencia, desenvainando la espada.

—Espera —Bethena sintió cómo aquella palabra se formaba en sus labios y abandonaba su boca. Sus compañeros soldados la miraron. Eran ocho. La caravana de esclavos avanzaba por tierra al pesado ritmo de sus presas y se encontraba a un día de distancia por detrás de ellos. Ocho soldados
seráficos eran más que suficientes para acabar con un poblado como aquel. Bethena sacudió la cabeza—. Nada —añadió, y les indicó con un gesto que descendieran.

Parece una trampa. Eso le había pasado por la cabeza, aunque no era más que un pensamiento reflejo de la guerra, y la guerra había acabado.
Los serafines descendieron por ambos lados del pasadizo, atrapando a las bestias entre medias. Ante la posibilidad de que hubiera arqueros —no había un elemento más igualador de fuerzas que las flechas—, se mantuvieron pegados a la roca, fuera de su alcance. El día era luminoso y las sombras, profundamente negras. Los ojos de las quimeras, pensó Bethena, estarían acostumbrados a la oscuridad; la luz los deslumbraría. Acabemos con esto, pensó, y dio la señal. Entró de un salto, las alas ardientes y cegadoras, la espada baja y dispuesta. Esperaba encontrar ganado, aldeanos encogidos de miedo, el sonido que se había vuelto familiar: gemidos de animales acorralados.

Bethena vio ganado y aldeanos encogidos de miedo. El fuego de sus alas los dibujó de manera espectral. Sus ojos brillaron con el resplandor del mercurio, como seres que viven para la noche.

Estaban gimiendo.
De repente, una carcajada; sonó como el chasquido de una cerilla al encenderla: seca, oscura. Fuera de lugar. Y cuando el ángel Bethena vio qué más los esperaba bajo el acueducto, supo que se había equivocado. La guerra no había terminado.


Aunque para ella y sus compañeros, finalizó de repente.

Días de Sangre y Resplandor Cap 9

9.
DIENTES.

Oye, ¿Kyunnie?

—¿Hmm? —KyuHyun estaba sentado en el suelo, con un espejo colocado sobre una silla delante de él y pintándose puntitos rosados en las mejillas, así que pasó un momento antes de que pudiera alzar la vista. Cuando lo hizo, encontró a Siwon mirándole con ese pequeño pliegue de preocupación que a veces se le formaba entre las cejas. Una arruga adorable—. ¿Qué sucede? —preguntó.

Siwon miró de nuevo hacia el televisor que había frente a él. Estaban en el piso que compartía con otros dos músicos; no había televisión en la casa de ChangMin, donde KyuHyun vivía ahora la mayor parte del tiempo —por fin se había calmado un poco el circo mediático— y donde solían pasar las noches los dos. Estaba comiendo cereales de un cuenco y poniéndose al corriente de las noticias mientras KyuHyun se preparaba para la representación del día.

Aunque les estaba proporcionando un dineral, KyuHyun empezaba a cansarse de todo aquel asunto. El problema de los espectáculos de marionetas era que debían repetirse una y otra vez, lo que requería un temperamento del que él carecía. Se aburría con demasiada facilidad. Excepto de Siwon.

—¿Qué sucede contigo? —le había preguntado Kyu hacía poco—. Casi nunca soporto a la gente, ni siquiera en pequeñas dosis. Pero nunca me canso de estar contigo.

—Es por mi superpoder —había respondido él—. Una inmensa capacidad para hacer compañía.

Siwon volvió a apartar los ojos de la pantalla del televisor con la arruga de preocupación cada vez más marcada.

—ChangMin solía recopilar dientes, ¿no?

—Eh, sí —respondió KyuHyun distraído. Palpó a su alrededor en busca de las pestañas postizas—. Para Rain.

—¿Qué tipo de dientes?

—De todo tipo. ¿Por qué?

—Ajá.

¿Ajá? Siwon devolvió su atención a la televisión y KyuHyun se puso de repente alerta.

—¿Por qué? —preguntó de nuevo, levantándose del suelo.

Alzando el mando a distancia para subir el volumen, Siwon respondió:


—Tienes que ver esto.

viernes, 7 de febrero de 2014

Días de Sangre y Resplandor Cap 8

8.
EL FIN DEL PERIODO POSTERIOR.

Y ese era el nuevo infierno de YooChun: que hubiera cambiado todo y al mismo tiempo nada.

Estaba de vuelta en Eretz, no muerto ni encarcelado, y seguía siendo un soldado de los Ilegítimos y un héroe de la guerra contra las quimeras: el célebre Terror de las Bestias. Era absurdo que se encontrara de nuevo en su antigua vida como si fuera la misma criatura que antes de que un muchacho de pelo azul se cruzara con él en una estrecha calle de otro mundo.

No lo era. Ignoraba qué tipo de ser era ahora. La venganza que lo había sostenido todos aquellos años había desaparecido, y en su lugar quedaba una extensión de ceniza tan vasta como Loramendi: dolor y vergüenza, ese infortunio persistente y, en los extremos, una sensación indeterminada de… algo imperioso. De propósito.

Pero ¿qué propósito?

Nunca había hecho planes para cuando llegara este momento. «La paz», eso era lo que se estaba festejando en el Imperio, pero YooChun solo podía pensar en ella como en un período posterior. En su mente, el final había sido siempre la caída de Loramendi y vengarse de los monstruos cuyas salvajes ovaciones habían acompañado la muerte de Max. Apenas había pensado en lo que vendría después. Seguramente había asumido que estaría muerto, como muchos otros soldados, pero ahora comprendía que la muerte resultaría algo demasiado sencillo.

Vive en el mundo que has creado, pensaba al levantarse cada mañana. No mereces descansar.

El período posterior era horrible. Cada día se veía forzado a dar testimonio de ello: caravanas de esclavos trasladándose de un lado a otro, armazones quemados de templos derruidos y profanados, aldeas arrasadas y tabernas abandonadas, persistentes columnas de humo elevándose en la distancia.

YooChun había puesto todo aquello en marcha, pero aunque su deseo de venganza hacía tiempo que había desaparecido, el del emperador no. Las Tierras Libres habían sido aplastadas —un logro facilitado por el lamentable hecho de que innumerables miles de quimeras habían huido a Loramendi en busca de seguridad, solo para arder vivos en su caída— y había comenzado la expansión del Imperio.

La populosa zona septentrional de los territorios quiméricos era únicamente la cima de un gran continente salvaje, y aunque el grueso de los ejércitos de Joram había regresado a casa, había patrullas que seguían adelante, avanzando como la sombra de la muerte cada vez más al sur, arrasando aldeas, incendiando campos, esclavizando, dejando tras de sí cadáveres. Todo aquello podría ser obra del emperador, pero YooChun lo había hecho posible, y lo observaba con mirada sombría, preguntándose cuánto había visto ChangMin antes de morir, y cuán profundo había llegado a ser su odio.

Si estuviera vivo, pensó, sería incapaz de mirarlo de nuevo a los ojos.

Si estuviera vivo.

Su alma seguía allí, pero gracias a YooChun, el resucitador estaba muerto. En uno de sus momentos de mayor desolación, la ironía lo empujó a reír y fue incapaz de parar; sus carcajadas, antes de reducirse finalmente a sollozos, estaban tan alejadas de la alegría que podrían haberse considerado el reverso forzado de la risa —como un alma vuelta del revés para revelar su lado más crudo—.

Cuando sucedió aquello estaba en las cuevas de los kirin, y nadie lo escuchó.

Había vuelto para recuperar el turíbulo, que había dejado escondido allí. Tras un día de viaje, se sentó junto al recipiente y trató de imaginar que era ChangMin, pero al reposar la mano sobre la plata helada, no sintió nada, y lo inundó un vacío tan profundo que se permitió tener la esperanza de que dentro no encontraría el alma de ChangMin —no podía ser—. Si fuera la suya, lo sentiría; lo sabría. Así que atravesó de nuevo el portal hacia el mundo de los humanos, realizó todo el viaje hasta Praga, donde miró a través de la ventana de ChangMin como ya había hecho otra vez, y vio… dos figuras durmiendo, entrelazadas.

Su esperanza fue como una ráfaga de aire helado —que duele—, e igual de afilados y repentinos fueron sus celos. En un instante sintió calor y frío, y cerró los puños con tanta fuerza que le ardieron. Un estallido de adrenalina recorrió su cuerpo y lo dejó temblando, pero no era él. No era él, y durante el fugaz destello de un instante, sintió alivio. Seguido de una aplastante desilusión y aversión hacia sí mismo por la reacción que había tenido.

Esperó a que los amigos de ChangMin se despertaran. Porque eran ellos: el músico y el muchachito cuyos ojos competían en ferocidad con los de JaeJoong. Los vigiló durante todo el día, esperando que ChangMin apareciera en cada esquina, pero no fue así. Él no estaba allí, y hubo un momento en el que su amigo permaneció inmóvil largo rato, escudriñando a la multitud sobre el puente, los tejados, incluso el cielo —aquella mirada escrutadora le indicó a YooChun que él tampoco sabía nada—.

En Eretz no se escuchaban susurros ni atisbos de rumores que insinuaran su presencia; no había nada excepto el turíbulo con su singular y terrible explicación.
Durante un mes, YooChun dejó que la vida lo arrastrara. Cumplió con sus obligaciones, patrullando el extremo noroeste de las antiguas Tierras Libres con su abrupto litoral y sus amplios montes de escasa altitud. Los acantilados y las cumbres estaban salpicados de fortalezas. Muchas de ellas, como en la que se encontraba en ese momento, habían sido excavadas en grietas verticales de la roca para protegerlas de los asaltos aéreos, pero al final había dado lo mismo. El cabo Armasin se había convertido en escenario de una de las batallas más encarnizadas de la guerra —con una asombrosa cantidad de bajas en ambos bandos—, pero había caído. Los esclavos trabajaban ahora en la reconstrucción de los muros de la plaza fuerte, siempre cerca de los amos, que blandían sus látigos, y YooChun se encontró observándolos, con todos los músculos del cuerpo tensos como alambres.

Él había provocado aquello.

En ocasiones, era lo único que podía hacer para evitar que el grito que atormentaba su mente encontrara el camino hacia el exterior, para enmascarar su desesperación en presencia de parientes y compañeros. Otras veces lograba distraerse: entrenando, desarrollando su secreta afición a la magia; o con compañía, tratando de ganarse el perdón de JunSu y JaeJoong.

Y podría haber continuado de ese modo durante algún tiempo si el final del… período posterior… no hubiera llegado al Imperio.

Sucedió de la noche a la mañana, y provocó en el emperador una cólera tan huracanada, una ira tan espeluznante y nefasta como para empujar las tormentas de vuelta al mar y arrancar los brotes de los árboles de sycorax, que derramaron sus flores, similares a alas de polilla aún cerradas, en los jardines de Astrae.

En el gran corazón salvaje del territorio que, día tras día, caía presa del vacilante ataque de las caravanas de esclavos y las masacres, alguien empezó a matar ángeles.


Y quienquiera que fuera lo hacía muy, muy bien.

Días de Sangre y Resplandor Cap 7

7.
POR FAVOR NO.

De: KyuHyun <hadarabioso@agitasudiminutopuño.net>

Asunto: Por favor, no

Para: ChangMin <Changminazul@chicodeacaparaalla.com>


Oh, Dios mío. Estás muerto, ¿verdad?

martes, 21 de enero de 2014

Días de Sangre y Resplandor Cap 6

6.
EL RECIPIENTE.

Había un lugar aparte de Loramendi, explicó YooChun a JunSu y a JaeJoong, al que pensó que ChangMin podría haber ido. Realmente no había esperado encontrarlo allí; para entonces, se había convencido de que ChangMin había traspasado de nuevo el portal para regresar a su vida —arte, amigos y cafés con ataúdes haciendo las veces de mesas—, dejando atrás aquel mundo devastado. Bueno, casi se había convencido, pero algo lo arrastró hacia el norte.

—Creo que siempre te encontraría —le había dicho hacía solo unos días, minutos antes de que rompieran el hueso de la suerte—. Sin importar lo escondido que estuvieras.

Pero no se había referido a…

No así.

En los montes Adelfas, las cumbres heladas que durante siglos habían servido de baluarte entre el Imperio y las Tierras Libres, se encontraban las cuevas de los kirin.

Era allí donde Max había vivido de niño, y donde una tarde ya muy lejana había regresado entre rayos de luz diamantina para descubrir que su tribu había sido masacrada y apresada por los ángeles mientras él jugaba lejos. El puñado de pieles de sílfide que llevaba sujeto en su pequeño puño había caído en el umbral y el viento las había barrido hacia el interior. El tiempo las habría transformado de seda a papel, de translúcidas a azules, y luego finalmente en polvo; cuando YooChun entró en las cuevas, otras pieles de sílfide cubrían el suelo. Sin embargo, no percibió un solo destello, ni un aleteo de las criaturas a las que pertenecían, ni de ningún otro ser vivo.

Había estado allí otra vez, y aunque habían transcurrido muchos años y sus recuerdos estaban dominados por el dolor, tuvo la impresión de que nada había cambiado. Aquel entramado de estancias y senderos tallados que se internaba hacia las profundidades de la roca con absoluta suavidad era en parte naturaleza, en parte arte, y contaba con ingeniosos canales labrados por todas partes que actuaban como flautas de viento y llenaban hasta las cámaras más remotas con una música etérea. Quedaban algunas reliquias solitarias de los kirin: alfombrillas tejidas, capas en perchas, sillas aún tiradas donde habían quedado durante el caos de los últimos momentos de la tribu.

Sobre una mesa, a la vista, YooChun encontró el recipiente.

Parecía un farol, estaba hecho con plata batida oscura y sabía lo que era.
Había visto suficientes durante la guerra: los soldados quiméricos los llevaban en unos largos báculos curvados. Max sujetaba uno cuando la vio por primera vez en el campo de batalla de Bullfinch, aunque en aquel momento no supiera de qué se trataba, ni qué estaba haciendo ella con aquello.

Ni que se trataba del gran secreto del enemigo y la clave de su perdición.

Era un turíbulo —un recipiente para recoger las almas de los muertos y conservarlas hasta su resurrección— y no parecía llevar demasiado tiempo sobre la mesa. Había polvo debajo de él, pero no sobre él. Alguien lo había colocado allí recientemente; YooChun ignoraba quién, y por qué.

Todo lo relacionado con su existencia parecía un misterio, excepto una cosa.

Sujeto al recipiente con un hilo plateado había un pequeño cuadrado de papel sobre el que había escrita una palabra. Era una palabra quimérica, y en aquellas circunstancias la burla más cruel que YooChun pudiera imaginar, ya que significaba esperanza y supuso el final de la suya, pues era también un nombre.


Era ChangMin.